Este palacio, llamado Valhalla (morada de los caídos), tenía
quinientas cuarenta puertas, lo suficientemente anchas como para
permitir el paso de ochocientos guerreros de frente y sobre la entrada
principal se encontraba una cabeza de jabalí y un águila, cuya
penetrante mirada llegaba hasta los rincones más lejanos del mundo. Las
murallas de esta formidable construcción estaban confeccionadas de
relucientes lanzas, tan bien pulidas que iluminaban todo el lugar. El
techo era de escudos dorados y los asientos estaban decorados con finas
armaduras, el regalo del dios a sus invitados. Largas mesas
proporcionaban amplio espacio para los Einheriar, guerreros caídos en
batalla, los cuales eran especialmente favorecidos por Odín.
Las antiguas naciones del Norte, que consideraban la guerra como el
más honorable de los oficios y el valor como la virtud más grande,
adoraban a Odín fundamentalmente como dios de la batalla y la victoria.
Ellos creían que siempre que una batalla fuera inminente, él enviaba a
sus ayudantes especiales, las doncellas del escudo, la batalla o del
deseo, las llamadas valkirias (electoras de los caídos), las cuales
escogían de entre los guerreros muertos a la mitad de ellos y los
transportaban en sus veloces corceles a través del palpitante puente del
arco iris, Bifröst, hasta Valhalla. Recibidos por los hijos de Odín,
Hermod y Bragi, los héroes eran conducidos hasta el pie del trono de
Odín, donde recibían los elogios debidos a su valor. Cuando alguno de
sus predilectos era traído de esta manera hasta Asgard, Valfather (padre
de los caídos), como se llamaba también a Odín cuando presidía sobre
los guerreros, se levantaba de su trono y se dirigía hasta la gran
puerta de entrada para darle la bienvenida personalmente.
Además de la gloria de tal distinción y el disfrute de la amada
presencia de Odín día tras día, más placeres esperaban a los guerreros
del Valhalla. Se les proporcionaba espléndidas diversiones en las largas
mesas, donde las bellas valkirias, tras haberse despojado de sus
armaduras y haberse ataviado con blancas túnicas, les presentaban sus
respetos con diligente cortesía. Estas doncellas, que según algunas
autoridades eran nueve, les llevaban a los guerreros grandes cuernos
rebosantes de hidromiel, además de enormes cantidades de carne de
jabalí, con los cuales banqueteaban opíparamente. La bebida popular del
Norte era la cerveza, pero nuestros antepasados consideraban que esa
bebida era demasiado ordinaria para la esfera celestial. Por tanto,
imaginaban que Valfather mantenía sus mesas con abundantes suministros
de hidromiel, el cual era proporcionado diariamente por la cabra
Heidrun, la cual pacía continuamente las tiernas hojas y ramitas de
Lerald, la rama más elevada de Yggdrasil.
La carne con la que se festejaban los Einheriar provenía del jabalí
divino Sehrimnir, un animal prodigioso, muerto diariamente por el
cocinero Andhrimnir y hervido en la gran caldera Eldhrimnir; aunque
todos los invitados de Odín poseían gran apetito y comían hasta la
saciedad, siempre había grandes cantidades de carne para todos.
El jabalí siempre revivía antes de que llegara la hora de la
siguiente comida. Esta renovación milagrosa de los suministros no era el
único prodigio que ocurría en el Valhalla. Se contaba que los
guerreros, tras haber comido y bebido hasta la saciedad, cogían sus
armas y se dirigían hasta el gran patio, donde luchaban entre ellos,
reviviendo las hazañas que les habían hecho famosos en la Tierra e
infringiéndose temerariamente terribles heridas, las cuales, sin
embargo, sanaban completa y milagrosamente tan pronto como sonaba el
cuerno que anunciaba la cena. Ilesos y felices, al sonido del cuerno y
sin guardarse rencor mutuo por las crueles estocadas dadas y recibidas,
los Einheriar regresaban alegres hasta Valhalla para reanudar su festín
en la amada presencia de Odín, mientras las valkirias se deslizaban
elegantemente para llenar constantemente sus cuernos o sus vasos
favoritos, las calaveras de sus enemigos, mientras los escaldos cantaban
sobre las guerras o sobre agitadas incursiones vikingas.
Ya que tales placeres eran los más elevados que la fantasía del
guerrero vikingo podía imaginar, era natural que todos los guerreros
adoraran a Odín y que en sus años jóvenes se dedicaran a su servicio.
Ellos juraban morir con las armas en la mano, si era posible, e incluso
llegaban a herirse ellos mismos con sus propias lanzas cuando sentían
que la muerte se les acercaba, si habían sido lo suficientemente
desafortunados como para escapar de sus garras en el campo de batalla y
se veían amenazados con la posibilidad de una “muerte de paja”, como
solían denominar a la que llegaba por vejez o enfermedad y les
sorprendía en el lecho.
En recompensa por tal devoción, Odín cuidaba con particular esmero de
sus favoritos, concediéndoles regalos, como una espada mágica, una
lanza o un caballo, los cuales los hacían invencibles hasta su última
hora, momento en que el dios aparecería para reclamar o destruir el
regalo que había concedido, mientras las valkirias transportaban a los
héroes hasta el Valhalla.
Cuando Odín participaba en la guerra, solía montar en su corcel gris
de ocho patas, Sleipnir y portar su escudo blanco. Su lanza, arrojada
por encima de las cabezas de los combatientes, era la señal para
comenzar la contienda, tras lo cual se precipitaría en medio de las
filas emitiendo su grito de guerra: “¡Odín os tiene a todos!” A veces
usaba su arco mágico, el cual podía disparar hasta diez flechas a la
vez, cada una de las cuales abatía a un enemigo invariablemente. También
se suponía que inspiraba a sus guerreros favoritos la famosa “Cólera de
la Furia”, que les permitía, aunque estuvieran desnudos, sin armas y
acosados gravemente, realizar grandes hazañas de valor y fuerza y
continuar con prósperas vidas.
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